El trabajador incansable

Laura & Oscar
3 min readOct 9, 2018

Se sentó en el sofá que quedaba en frente del televisor y, mientras ojeaba para arriba y ojeaba para abajo, empacó las últimas cruces que empacaría en su vida.

Ese fue el último día que vivió completo, porque al día siguiente murió recostado en el hombro de la mujer que amó.

Veinte días antes, le había dicho a ella que ya estaba cansado, que ya no quería más ese trabajo; con justa razón porque con 93 años, por placer y no por necesidad, seguía trabajando. Trabajó toda su vida sin parar, tanto que en dos ocasiones cuando era más jovencito se cayó del cansancio:– Jamás lo había visto así y me tocó rogarle que parara – contaba ella haciendo la misma cara de angustia que hizo esos dos días.

Ella y una sonrisa le dijeron que no creía que fuera posible dejar de trabajar a estas alturas de la vida, que ellos no lo podían dejar de hacer porque era su destino morirse haciendo cruces. Un suspiro de indignación y él pensaron que no era justo, que ya estaban cansados, que no era tiempo, que no quedaba vida, que no había energía para andar todavía en esas. Suficiente ya tenía con haberse desmayado del cansancio dos veces en la vida; suficiente ya tenía con haber dejado el estudio para trabajar desde niño y aun así ¡aun así! no tener el derecho de decir que no quería trabajar más. Por eso, con esa determinación que lo caracterizaba que daba más ternura que miedo, por primera vez desde que tenía uso de razón decidió parar de trabajar, — ¡y para siempre!

Sin embargo, un día antes de que se muriera recostado en el hombro de la mujer que amó durante 74 años (o probablemente durante toda su vida porque es de esas mujeres que sin conocerlas se aman desde que se nace, de esos amores que sin saberlo existen desde que los dos existen) la vio a ella haciendo la labor que él tenía encargada durante años: la labor de empacar cruces.

Se puso ansioso y celoso y la veía de reojo mientras ella trabajaba. Pero su mente iba y venía convenciendolo de que no le importaba, que su decisión había sido la correcta.

Pero no era así y ella lo sabía. Por eso, porque lo conocia mejor que nadie, ella le coqueteó con su más infalible arma: una pizca de indiferencia (Infalible pero difícil de usar porque le tocaba pretender que no lo extrañaba).

Después de 74 años de batallas peridas, él todavía se avergonzaba de aceptar que ella siempre tenía la razón. Sin poder resistirse y olvidándose con intención de lo que había prometido, él la miró rápido para evitarle a ella cualquier oportunidad de triunfo y sin pena (más bien con determinación) le dijo:

– Preste pa’ acá que yo soy el que empaco.

Con sus pantuflas azules, un pantalón de cuadros, la ruana gris, y una cobija que se puso sobre las piernas para el frío, se sentó en el sofá que estaba enfrente del televisor y empacó las últimas cruces que empacaría en su vida.

El siguiente día no lo vivió completo pero estoy seguro que se fue de este mundo contento de saber que había sido un hacedor de cruces hasta el día en que le tocó morirse.

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Laura & Oscar

A social worker and an economist. We write about social justice: domestic violence, gender, education, and poverty. Also about life, love, and magic-realism.